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El tío Hugo cumplió como siempre su palabra y me consiguió el libro que había elaborado la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas. Yo quería revisar ese informe para ver si encontraba el nombre de mi mamá que estaba desaparecida desde la última dictadura militar. Desaparecida. Como si se hubiese desvanecido en el aire, o se la hubiera tragado la tierra, o esfumado como por arte de magia, según parecía creer mi abuela intentando argumentarme la vida con ositos de peluche aún a mis 17 años. Aquel día a la salida de clases, le dije a la abuela Esther que me iba a estudiar a lo de un compañero que ella no conocía, pero en realidad me fui al departamento de Rogelio. A esa hora, seguro, estaba en su oficina. Él siempre dejaba las llaves bajo un mosaico flojo del pasillo y yo sabía que podía usarlo para todo tipo de emergencias. En realidad, Rogelio esperaba que fuera con chicas para luego expurgar con lujo de detalles la confesión de mis amores y disfrutar mis pasiones de juguete como viviendo así una juventud distinta a la suya entre rejas. Él estuvo preso desde los dieciocho hasta los veinticinco años por repartir volantes subversivos en la puerta de la facultad; y en la cárcel conoció y compartió celda y golpes con mi viejo. Creo que por eso, a veces se la da de padre conmigo y me repudre con consejos de inconfesada procedencia machista; pero me divierte mucho cuando inventa fábulas mezclando mi realidad con sus ficciones en cuentos que, de pequeño, me hacían sentir un pánico varonilmente apadrinado, desasfixiándome de tanta abuela. Pobre Rogelio, cuando estoy de humor le sirvo unas cervezas y le sigo la corriente, porque sé que arma el rompecabezas de su historia con mis breves piezas de experiencia; y además porque le debo una: él fue la única y última compa- ñía de mi papá antes de morir en cana. Por lo que Rogelio me cuenta de aquella época, todo era subversivo: pensar distinto era subversivo, ser joven era un delito subversivo, hacer el amor antes de casarse era promiscuidad subversiva, cantar las canciones de John Lennon era reproducir modelos subversivos, usar el pelo largo y los jeans desflecados era un modo de mostrarse subversivo. Para mí que creer que todo era subversivo estaba de moda. Me instalé cómodamente en la cocina de Rogelio y me preparé unos mates decidido a no moverme de allí hasta encontrar lo que buscaba, y aunque estuve tentado en llamar a Carola aprovechando la intimidad de la ocasión –"Ay, Carola, cómo me gusta verte, tocarte, sentirme en tu cielo, derretirme en tu verde misterio, ¡ah!"– opté por bancármelas solo con mis problemas. Tal vez su magia me susurró que hay pasiones que sólo se viven con uno mismo. Revisé el libro hoja por hoja esquivando las ganas de vomitar que me producía cada relato, en la certeza de que eso no había sido investigado y escrito bajo anestesia de ninguna cerveza, y comprobé que los cuentos de terror de Rogelio sólo eran nanas infantiles al lado de aquellas desgarradoras historias del libro: secuestros, centros clandestinos de detención, el exterminio como arma política, la impunidad con que los represores se movían, actitudes de la iglesia, de algunos funcionarios, cómo se coordinaba la represión en toda Latinoamérica, documentos, listas de detenidos desaparecidos, niños, embarazadas y adolescentes torturados. Leyendo sobre los niños arrebatados de su hogar junto a sus padres, pensé en mi suerte y en mi mamá, abandonándome escondido en el canasto de la ropa sucia. Só- lo recuerdo gritos extraños, y a ella diciéndome algo mientras me tapaba con manteles y camisas adentro de un cesto de mimbre. ¿Qué sucedió aquella noche? ¿Por qué me dejaron allí? ¿No me habrían visto? ¿O en realidad yo no estaba ahí cuando secuestraron a mi madre? –¡Oh!, Camilo, ¿otra vez con eso? Ya te he dicho una mil veces que la vida sigue desovillando su carretel y el hilo nos teje artesanalmente a un destino. No tientes a la avispa de los recuerdos –me dice mi abuela cada vez que le pregunto, dando por terminado el tema con un oportuno suspiro al borde del infarto. Ella nunca supo explicarme bien lo que pasó, pareciera que mi vida comenzó el día que aparecí en su casa. El informe seguía su repugnante relato: el saqueo y el lucro de la represión, la familia como víctima, inválidos y lisiados también blancos para la tortura, allanamientos. Los capítulos se sucedían uno al otro sin mermar su asqueroso discurso. El mate amargo endulzaba la lectura. Finalmente, en la página 323 encontré el nombre de mi mamá: Ana Calónico de Juárez, 26 años, secuestrada de su domicilio el 21 de setiembre de 1977. La vista se me acalambró y se resistía a leer. A regañadientes obligué a mis ojos a dar sus saltos decodificando líneas y letras. Eran sólo seis renglones. Pensé inmediatamente en no volver a dirigirle la palabra a la abuela, porque si ella había recurrido a todos los organismos de defensa de los derechos humanos buscando a mamá, como me había dicho, la habría encontrado hace mucho en esta maldita página 323 igual que yo. Me sentía brutalmente estafado, pero mi curiosidad iba más rápido que la bronca y seguí leyendo. Así me enteré que mamá había sido vista en un destacamento militar utilizado como centro de detención clandestino llamado La Perla. Allí la habían torturado con electricidad atada a un elástico metálico luego de ser violada por varios guardias, y no se supo más de ella después de que la sacaron en un camión junto a otras dos mujeres. Se presume que fueron arrojadas al pozo de una cantera de cal sin apagar a pocos kilómetros del lugar de cautiverio. Me floreció un sudor pegajoso en la cara y quedé ciego no sé por cuánto tiempo. Hubiera querido llorar con calma, pero la furia se me agitaba en el pecho arremolinándome los rencores y no me dejaba comportar como hubiera sido debido. –¡Los odio! ¡Malditos hijos de puta! –grité zambulléndome en el mantel. Me levanté tirando hacia atrás la silla y pateé doscientas veces una alfombra de cuero de vaca que Rogelio tenía entre la cocina y el living, dejándola hecha un bollo frente a la puerta de entrada. Una fuerza irreconocible que me nacía del alma me cristalizó la garganta y tuve que hacer un enorme esfuerzo para llegar al baño a echarme agua sobre la cabeza y poder así volver a respirar. Imaginé todas las traidoras razones por las cuales me ocultaron la verdad sobre la muerte de mi madre. ¿Acaso uno no es dueño de su historia por dolorosa y terrible que sea? Me sentí culpable de tener bronca contra mamá por haberme dejado solo en ese canasto sucio; creo que alguna vez hasta llegué a odiarla. Me brotaron unas ganas terribles de poder pedirle perdón. Quise abrazarla en mis recuerdos pero la había borrado para no sentir ese odioso sentimiento de abandono. ¿Cómo era su cara? ¿Sus ojos? ¿Su pelo acariciaba en abrazos como los de la madre de mis amigos? ¿Era más bonita cuando se reía o cuando cantaba? ¿Jugaba conmigo? ¿Su risa sonaba a cascada o a pájaro? ¿Cómo era más allá del celuloide de las fotos? ¿Cómo era que no me acuerdo? ¡No tenían derecho a obligarme a olvidar! Yo quisiera pensar en ella y recordar su rostro, su sonrisa. ¡No les voy a perdonar nunca que me mintieran, porque ocultarme hasta el más mínimo detalle, es como haberme mentido en todo! ¿Qué se creyeron? ¿Vivieron en mí lo que perdieron?: la abuela a su hija, Rogelio su juventud. Ellos tienen sus recuerdos, por asquerosos o tristes que sean, ¿pero yo? "Al único que pienso seguir dándole bola es al tío Hugo", pensaba entre cortinas de bronca. Creo que por primera vez en la vida sentí deseos incontenibles de morirme de pena. Quería que el centrifugado de imágenes, gritos y sudores que me sacudían, acabara destripándome. Hubiera deseado encender el fuego más irremediable del universo para quemar todo. Me hubiera arrancado los ojos para que dejaran de pincharme las entrañas y empecé a sentir aquella furia incontrolable de hacía unos momentos. Pero justo cuando estaba envuelto en la peor llamarada de odio, vino a mi rescate una luz infinitamente celeste, como un retazo de cielo desperdigando esencias de vida, y se instaló delante mío la sonrisa de mamá, aquélla que me perseguía en sueños por las noches. Ella se plantó frente a mí, en camisón, con su rostro acaramelado de canción de cuna, y acariciándome entre el mimbre de aquel viejo canasto, cantó una canción de cuna extraña: –"Botón, botella, soy hija de las estrellas. Camilito, camilón, mi hijo será gorrión". Vi su rostro joven y sereno. Recordé sus nanas y las figuras que hacíamos con masa de sal cuando volvía de su trabajo. Me acordé de las cuadras que caminábamos juntos desde la guardería a casa, contándome adivinanzas y juegos de palabras que yo trataba de repetir en mi media lengua. Escuché mi voz de niño llamándola "mamana, mamanita", compactando sus nombres, y a ella festejando mi picardía. Sentí su olor a margaritas frescas, su risa de sapo croando hipos que me arrancaban carcajadas, y caricias que ya no quería olvidar. Su imagen se plantó frente a mí como en una nube de reminiscencias recién cortadas. Era mi mamá, era ella. Lo supe porque luego de un momento, me recordó aquél: "Te quiero con toda mi alma, hijito; lo mejor que tengo para darte es la libertad. No lo olvides nunca" –con el que me despidió esa noche de horrores entre el mimbre. Entonces me envolvió un perfume salado de recuerdos devolviéndome la paz. De a poco, la luz celeste se fue esfumando, desgajadamente. Entonces, recobrado de aromas e imágenes, me tiré en la cama de Rogelio y lloré. Lloré por ella y por mí. "Ana. Mamá. Mamana..." Lloré por los años que nos habían robado. "Botón, botella, soy hija de las estrellas." Lloré por sus jóvenes ganas de cambiar el mundo. "Camilito, camilón, mi hijo será gorrión." Lloré por las horas de canciones que no escuché ni escucharé. Lloré por las atrocidades que sufrió. "Mamá. Mamanita..." Lloré por las noches en que traté de justificar mi esencia de huérfano. Lloré. Amarga y pausadamente, hasta que los ojos dejaron de dolerme. Hace cuatro días que estoy de pie frente al viento grande, duro como una montaña. No voy a seguir esperando. La historia que me dijo el Árbol viene conmigo. Es firme como un bastón tallado en madera antigua. Yo me apoyo en ella y doy el paso contra la pared de aire.

 

 

ESCRITO POR: Graciela Bialet 

Cuento: "No Hay Tumbas Para La Verdad"

Graciela Bialet Escritora y educadora cordobesa. Es Licenciada en Educación (UNQ), Comunicación Social (UNC) y Master en Promoción de la Lectura y la literatura infantil (CEPLI, Universidad de Castilla La Mancha, España). Se desempeña laboralmente como Directora Biblioteca Provincial de Maestros y como Coordinadora del programa de promoción de la lectura: VOLVER A LEER, en el Ministerio de Educación de la Provincia de Córdoba . Desde hace 16 años la Feria del Libro de Córdoba la cuenta sistemáticamente entre sus programadores del área para niños y de las Jornadas de Educación. Como escritora ha abordado géneros de la Literatura Infantil, la novela, el ensayo y textos pedagógicos para niños y para docentes. Posee 25 obras publicadas. Ha recibido varias distinciones, entre ellas una por "No hay tumbas para la memoria" otorgada por la Subsecretaría de Cultura de la Provincia de Córdoba en el Concurso "Premio Nacional de narrativa infanto juvenil" (1997). Sus libros más difundidos son: "De boca en boca", la novela "Los sapos de la memoria", "San Farrancho y otros cuentos","Medio blanco, medio negro", "Nunca es tarde" y "Si tu signo no es de cáncer".

Cuento: 

"Silencio Niños

La Momia entró a la clase y todos se pusieron de pie. 
—Buenas tardes —saludó. 
—Bue-nas-tar-des-se-ño-ir-ta —le contestaron. 
La Momia se puso los anteojos, sacó el registro del escritorio y empezó a pasar lista:
—Drácula. 
— ¡Presente! 
—Frankestein. 
— ¡Presente! 
Y siguió: 
— ¡Garramunda! 
— ¡Pdecente, ceñodita! —le contestó una bruja ceceosa. 
— ¿Dónde está el Lobizón? — preguntó la momia de repente— ¿Hoy también faltó? 
Un espectro verdoso se levantó de su asiento y dijo respetuosamente: 
—Sí, faltó. Me mandó decirle que su abuelita todavía está enferma. 
En el fondo del aula dormía un joven ogro. 
Roncaba como un santo. Era uno de los más grandes y había repetido catorce veces primer grado. La Momia lo despertó tirándole un borrador en la nuca. Era su alumno favorito. 
Por fin, todos estuvieron listos para empezar la clase. No volaba una mosca. 
La Momia se plantó frente al pizarrón y se aclaró la garganta: 
—Buem. Abran el manual en la página 62. Hoy vamos a aprender a atravesar paredes, algo muy útil en la vida. Si lo aprenden como es debido podrán aterrorizar a mucha gente y hacer de veras ¡muuucho daño a la humanidad! 
Aquí la Momia se emocionaba. Siempre que hablaba de hacer mal a la humanidad se le humedecían los ojos y ponía voz de flan. Frente al libro abierto, los alumnos leían la lección a coro. El Atravesamiento de Paredes era más bien una clase práctica. Uno a uno, fueron ejercitándose. 
Primero atravesaron una plancha de telgopor. Después una madera de dos pulgadas. Por último, tenían que atravesar la pared que daba al salón de actos, de donde los echaban porque un grupo de compañeros estaban ensayando la “Canción de la araña”. El más hábil de todos resultó ser el Fantasma. Eso de atravesar paredes se lo habían enseñado sus padres de chiquito. Había un vampiro también bastante habilidoso. Atravesaba con elegancia. 
Por la mitad de la clase, le tocó el turno a Frankestein. La maestra lo llamó al frente. Pasó. Se ajustó el cinturón, se llenó los pulmones de aire para hacerse más esponjoso, cerró los ojos y avanzó decidido hacia la pared. 
Muchos años después, ya jubilada, La Momia seguiría recordando aquel día extraordinario, el choque fue terrible. 
La cabeza de Frankestein sonó como una caja llena de tuercas lanzada contra una escollera, pero él ni pestañó. Un salpicón de bisagras, remaches, astillas y peladuras roció a todo el mundo. 
La maestra pegó un grito creyendo que su alumno se desarmaba. Corrió a ayudarlo, pero Frankie estaba decidido a avanzar. Y avanzó. 
Era un muchacho sólido, tenía amor propio y no lo iba a detener una pared. 
Pasar, pasó. Abrió un boquete de cuatro metros por dos y arrastró el piano que estaba del otro lado. Los integrantes del coro aplaudieron. Detrás de él la pared entera se derrumbó y con ella el cielorraso. Unas grietas espantosas aparecieron en el aula y en el techo del salón de actos. 
A Frankestein le pareció un triunfo total. Estaba dispuesto a demostrarle a su maestra lo bueno que era para pasar cosas. Esta vez arremetió contra la pared que daba al patio con el ímpetu de un tren carguero. 
Alumnos y maestros empezaron a correr porque el edificio entero se resquebrajaba. Los murciélagos levantaron vuelo desordenadamente. Frankie siguió atravesando paredes, una tras otra, siempre con el mismo éxito. Cuando atravesó la última, el edificio, viejo y ruinoso, se vino abajo. Desde la vereda de enfrente, todos miraban alborotados el radiante cataclismo. El polvo desmoronado hacía toser al portero. 
La Momia corrió a rescatar a Frankestein de entre medio de los escombros. Estaba averiado pero contento. Enseguida le vendó las partes machucadas. Después lo miró babeante de orgullo y le dio un beso. 
Evidentemente, no era lo bastante transparente, poroso y aéreo como para atravesar paredes. Pero, en cambio, era un as para los derrumbes. En toda su vida de maestraLa Momia nunca había visto una catástrofe tan completa. Se imaginó que con un poco de práctica Frankie podía causar desastres mundiales. 
Ese mes le escribió en el boletín de calificaciones: 
“Te portas cada día peor. ¡Adelante! ¡Sigue así!”

 

 

 

ESCRITO POR: Ema Wolf

Cuento:

"Dientes"

 

ESCRITO POR: Ema Wolf

Cuento: "La Composición"

Pronto va a hacer como un año que pasó. Fue en noviembre. No me acuerdo qué día. Sé que fue en noviembre porque faltaba poco para que terminaran las clases y ya estábamos planeando las vacaciones. Siempre nos vamos unos días a algún lugar con playa. No muchos porque sale muy caro, dice mi mamá. Bueno, decía. Mi hermanita y yo estábamos durmiendo. No me importó demasiado que esa noche, la anterior, papá y mamá estuvieran preocupados, porque ellos casi siempre andaban preocupados, pero igual eran muy buenos con nosotras y nos hablaban todo el tiempo. Más a mí, porque mi hermana es un poco chica todavía. Recién ahora está en primer grado con la señorita Angélica. A veces yo no entendía del todo lo que me querían decir, pero mi papá me explicaba que algún día iba a poder. Igual, ahora también sigo sin entender mucho que digamos. Mi hermanita no sabe nada. La abuela me quiso mentir a mí también, pero yo no soy tonta, así que… Prométame que no le va a contar a nadie ¿eh? Y menos a mi abuela porque ella tiene mucho miedo y no quiere que lo hablemos. Pero yo a usted se lo tengo que decir porque después me va a preguntar y si lloro ¿qué les digo a las chicas?

   Estábamos durmiendo y de repente yo abrí los ojos. La puerta de la pieza estaba cerrada. Era raro que no me hubiera venido a despertar mi mamá si ya entraba luz por las persianas. Yo siempre me doy cuenta de la hora por la luz que se mete entre los huecos de las persianas. Y esa mañana la pieza ya estaba bastante clara y no se escuchaba ningún ruido. A mí no me gustaba faltar al colegio porque entonces me tenía que pasar todo el día sola aburriéndome en casa. Por eso no me hice la dormida. Llamé a mi mamá. Pensé que era ella la que se había quedado dormida. Me imaginé que se iba a poner contentísima de que ya me pudiera despertar sola. Pensé que me iba a decir que yo ya era una señorita y que eso la tranquilizaba. La llamé y, como no vino y tampoco hubo ningún ruido, me levanté. Primero me senté en la cama y traté de despertar a mi hermanita para que no llegáramos tarde. Blanquita, al jardín. Y como ella tampoco me escuchaba, me empezó a agarrar miedo y casi me puse a llorar. Miedo, qué sé yo. La sacudí un poco y cuando abrió los ojos, le di un beso como hacía mi mamá y le alcancé la ropa. Tuve miedo porque un día escuché que mamá le decía a papá que si a ella le pasaba algo… que siempre nos hiciera acordar a nosotras… de un mundo mejor, qué sé yo, esas cosas. Tuve miedo igual, porque para mí el mundo no era feo, el mío por lo menos. Ahora todo es horrible. Mi hermanita y yo nos vestimos. Yo la ayudé un poco, pobre. No me animaba a salir sola de la pieza. No sé por qué. Así le dábamos juntas la sorpresa a mamá. Blanquita no hablaba porque estaba medio dormida. Cuando preguntó por mamá le dije que íbamos a ir juntas a despertarla. Que seguro se había quedado dormida. Nuestra pieza da al comedor. Y enfrente, del otro lado del comedor, está la pieza de mis padres. Salimos en puntas de pie. Mi hermanita venía atrás mío.

   ¡Yo me quedé!...

  Blanquita también se dio cuenta de que algo había pasado porque en el comedor había un desbarajuste bárbaro. Los libros estaban en el suelo y algunos rotos. Las sillas, cambiadas de lugar. Y bueno, para qué le voy a seguir contando. Usted no vaya a decir nada, seño, pero yo tuve miedo. Llegamos a la pieza de ellos: la cama estaba vacía y deshecha, pero no como cuando se iban apurados. Deshecha del todo, hasta un poco corrida de lugar. Ahora no sé si había llegado ese día: que si pasaba algo y las nenas. Hablaban tanto… Papá siempre me abrazaba y me decía que yo iba a ser libre y Blanquita también. Como un pájaro. Que iba a ser amiga de muchos chicos y en el colegio para el día del niño todos iban a tener un juguete y que eso era la libertad por la que ellos peleaban. ¿Dónde?, me pregunto. Porque entre ellos no peleaban nunca. No, casi nunca. Y menos por la libertad, que también es eso de los juguetes ¿no? No estaba ninguno de los dos en toda la casa. Blanquita lloraba más fuerte que yo. Entonces la abracé y le di un beso. Nos sentamos en el piso del comedor en el medio de todos los libros. Yo empecé a ponerlos en orden, los que estaban rotos los dejé para arreglarlos. Pensé que a lo mejor mamá había salido a comprar la leche y le dábamos la sorpresa. Lo que más nerviosa me ponía era cómo lloraba Blanquita, dale y dale. Capaz que tenía hambre, así que fui a la cocina que también era un bochinche. Iba a sacar unos panes de la bolsa y justo sonó el teléfono. ¡Ah! Me había olvidado de decirle que cuando entramos al comedor para ir a la pieza de mis padres, el telé- fono estaba descolgado y yo lo puse bien. Entonces atendió Blanquita y yo enseguida le saqué el tubo de la mano. Era mi abuela con la que estamos ahora. Y cuando le conté lo que pasaba, en vez de decir que ay esta madre que tienen, dio un grito y dijo no se muevan, esperen ahí. Me asusté mucho y yo también grité. Con Blanquita nos quedamos en un rincón. La llamábamos a mi mamá porque mi papá siempre salía temprano así que sabíamos que no podía estar. Después me sentí un poco mal, porque el más grande tiene que ayudar al más chico, y en ese momento yo no la estaba ayudando nada a Blanquita. Ni siquiera la soltaba porque me sentía mejor agarrada a ella. Prométame señorita que usted no va a contar nada de lo que le digo. Mi abuela dice que es peligroso y no quiere. Usted cree que vivo con ella porque no tengo mamá, porque se fue de viaje o algo así –como dice mi abuela cuando alguien se muere–. Pero es mentira, seño. Le juro que es mentira. Yo tengo mamá. No sé dónde está, pero tengo. Ella decía otro mundo y eso a lo mejor es un poco lejos. La verdad que ahora sería bueno que invente un mundo mejor ¿no? porque es una porquería todo esto. Las chicas se piensan que yo estoy muy contenta con mis abuelos porque nos compran todo lo que queremos, pero es mentira. Usted no les diga nada, no, porque de verdad son muy buenos y nos compran lo que queremos. Yo a usted se lo tuve que contar porque recién dijo que había que hacer una composición para el día de la madre y las chicas me dijeron que bueno Inés, vos le podés hacer una a tu abuela, y usted también me iba a decir eso cuando yo me vine acá y le hice perder el recreo largo en su escritorio ¿no? 

 

 

                                                                                                                                       Buenos Aires, 1977

Escrito por: Silvia Schujer

El Hombre Sin Cabeza

 Autores e Ilustradores:

lustraciones de Gustavo Ariel Mazali

Cuento e ilustraciones extraídas, con autorización de sus editores, del libro El hombre sin cabeza y otros cuentos, de Editorial Atlántida (Buenos Aires, 2001; colección De Terror).

Historia

El hombre, el escritor, solía trabajar hasta muy avanzada la noche. Inmerso en el clima inquietante de sus propias fantasías escribía cuentos de terror. La vieja casona de aspecto fantasmal en la que vivía le inspiraba historias en las que inocentes personas, distraídas en sus quehaceres, de pronto conocían el horror de enfrentar lo sobrenatural.

 

Los cuentos de terror suelen tener dos protagonistas: uno que es víctima y testigo, y otro que encarna el mal. El "malo" puede ser un muerto que regresa a la vida, un fantasma capaz de apoderarse de la mente de un pobre mortal, alguna criatura de otro mundo que trata de ocupar un cuerpo que no es el suyo, un hechicero con poderes diabólicos...

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Un escritor sentado en su sillón, frente a una computadora, a medianoche, en un enorme caserón que sólo él habita, se parece bastante a las indefensas personas que de pronto se ven envueltas en esas situaciones de horror. Absorto en su trabajo, de espaldas a la gran sala de techos altos, con muebles sombríos y una lúgubre iluminación, bien podría resultar él también una de esas víctimas que no advierten a su atacante sino hasta un segundo antes de la fatalidad.

El cuento que aquella noche intentaba crear Luis Lotman, que así se llamaba el escritor, trataba sobre un muerto que, al cumplirse cien años de su fallecimiento, regresaba a la antigua casa donde había vivido o, mejor dicho, donde lo habían asesinado.

El muerto regresaba con un cometido: vengarse de quien lo había matado. ¿Cómo podía vengarse de quien también estaba muerto? El muerto del cuento se iba a vengar de un descendiente de su asesino.

Para dotar al cuento de detalles realistas, al escritor se le ocurrió describir su propia casa. Tomó un cuaderno, apagó las luces y recorrió el caserón llevando unas velas encendidas. Quería experimentar las impresiones del personaje-víctima, ver con sus ojos, percibir e inquietarse como él. Los detalles precisos dan a los cuentos cierto efecto de verosimilitud: una historia increíble puede parecer verdad debido a la lógica atinada de los eslabones con que se va armando y a los vívidos detalles que crean el escenario en que ocurre.

La casa del escritor era un antiquísimo caserón heredado de un tío —hermano de su padre— muerto de un modo macabro hacía muchos años. Los parientes más viejos no se ponían de acuerdo en cómo había ocurrido el crimen, pero coincidían en un detalle: el cuerpo había sido encontrado en el sótano, sin la cabeza.

De chico, el escritor había escuchado esa historia decenas de veces. Muchas noches de su infancia las había pasado despierto, aterrorizado, atento a los insignificantes ruidos de la casa. Sin duda, esa remota impresión influyó en el oficio que Lotman terminó adoptando de adulto.

Proyectada por la luz de las velas, la sombra de Lotman reflejada en las altas paredes parecía un monstruo informe que se moviera al lento compás de una danza fantasmal. Cuando Lotman se acercaba a las velas, su sombra se agrandaba ocupando la pared y el techo; cuando se alejaba unos centímetros, su silueta se proyectaba en la pared... sin la cabeza.

Ese detalle lo sobrecogió. ¿Cómo podía aparecer su sombra sin la cabeza?

Tardó un instante en darse cuenta de que sólo se trataba de un efecto de la proyección de la sombra: su cuerpo aparecía en la pared y la cabeza en el techo, pero la primera impresión era la de un cuerpo sin cabeza.

Anotó en su cuaderno ese incidente, que le pareció interesante: el protagonista camina alumbrándose con velas y, como algo premonitorio, observa que en su sombra falta la cabeza. El personaje no se asusta, es sólo un hecho curioso. No se asusta porque él desconoce que en minutos su destino tendrá relación con un hombre sin cabeza. Y no se asusta —pensó Lotman—, porque así se asustará más al lector.

Terminó de anotar esa idea, cerró el cuaderno y decidió bajar al sótano.

Los apolillados encastres de la escalera emitían aullidos a cada pie que él apoyaba. En un año de vivir allí sólo una vez se había asomado al sótano, y no había permanecido en él más de dos minutos debido al sofocante olor a humedad, las telas de araña, la cantidad de objetos uniformados por una capa de polvo y la desagradable sensación de encierro que le provocaba el conjunto. Cien veces se había dicho: "Tengo que bajar al sótano a poner orden". Pero jamás lo hacía.

Se detuvo en el medio del sótano y alzó el candelabro para distinguir mejor. Enseguida percibió el olor a humedad y decidió regresar a la escalera. Al girar, pateó involuntariamente el pie de un maniquí y, en su afán de tomarlo antes de que cayera, derribó una pila de cajones que le cerraron el paso hacia la escalera.

Ahogado, con una mueca de desesperación, intentó caminar por encima de las cosas, pero terminó trastabillando. Cayó sobre el sillón desfondado y con él se volteó el candelabro y las velas se apagaron.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Mientras trataba de orientarse, Lotman experimentó, como a menudo les ocurría a los protagonistas de sus cuentos, la más pura desesperación. Estaba a oscuras, nerviosísimo, y no encontraba la salida. Sacudió las manos con violencia tratando de apartar telas de araña, pero éstas quedaban adheridas a sus dedos y a su cara. Terminó gritando, pero el eco de su propio grito tuvo el efecto de asustarlo más aún.

Quién sabe cuánto tiempo le llevó dar con la escalera y con la puerta. Cuando al fin llegó a la salida, chorreando transpiración, temblando de miedo, atinó a cerrar con llave la puerta que conducía al sótano. Pero su nerviosismo no le permitía acertar en la cerradura.

Corrió entonces hasta cada uno de los interruptores y encendió a manotazos todas las luces. Basta de "clima inquietante" para inspirarse en los cuentos, se dijo. Estaba visto que en la vida real él toleraba muchísimo menos que alguno de sus personajes capaces de explorar catacumbas en un cementerio.

Cuando por fin llegó al acogedor estudio donde escribía, se echó a llorar como un chico.

Una gran taza de café hizo el milagro de reconfortarlo. Se sentó ante la computadora y escribió el cuento de un tirón.

Un muerto sin cabeza salía del cementerio en una espantosa noche de tormenta. Había "despertado" de su muerte gracias a una profecía que le permitía llevar a cabo la deseada venganza pensada en los últimos instantes de su agonía: asesinar, cortándole la cabeza, a la descendencia, al hijo de quien había sido su asesino: su propio hermano.

Cuando el escritor puso el punto final a su cuento sintió el alivio típico de esos casos. Se dejó resbalar unos centímetros en el sillón, apoyó la cabeza en el respaldo y cerró los ojos. Ya había escrito el cuento que se había propuesto hacer. Dedicaría el día siguiente a pasear y a encontrarse con algún amigo a tomar un café.

Sin embargo, de pronto tuvo un extraño presentimiento...

Era una estupidez, una fantasía casi infantil, la tontería más absurda que pudiera pensarse... Estaba seguro de que había alguien detrás de él.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Cobardía o deseperación, no se animaba a abrir los ojos y volverse para mirar. Todavía con los ojos cerrados, llegó a pensar que en realidad no necesitaba darse vuelta: delante tenía una ventana cuyo vidrio, con esa noche cerrada, funcionaba como un espejo perfecto. Pensó con terror que, si había alguien detrás de él, lo vería no bien abriera los ojos.

Demoró una eternidad en abrirlos. Cuando lo hizo, en cierta forma vio lo que esperaba, aunque hubo un instante durante el cual se dijo que no podía ser cierto. Pero era indiscutible: "eso" que estaba reflejado en el vidrio de la ventana, lo que estaba detrás de él, era un hombre sin cabeza. Y lo que tenía en la mano era un largo y filoso cuchillo...

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Silba La Siesta

 

  ¡Qué calor insoportable! Me hace acordar a la tarde en que se lo llevaron a Bruno. Estuvo un día entero sin aparecer, la tía estaba como loca. Yo sabía qué le había pasado, y los demás también, pero nadie se animaba a decirlo. Esto fue hace como treinta años, cuando vivíamos en Misiones, al lado del río Iguazú.

  A Bruno le faltaban veinte días para cumplir cinco años y siempre quería frascos para guardar bichos. Tenía una colección de insectos del monte, que atrapaba a la hora de la siesta. Todas las tardes, la tía le decía que estaba podrida de tanto bicherío, y que se metiera en la cama, porque si no, lo iba a agarrar el Jasy-Jateré. Y así fue. 

  Una tarde salió a cazar avispas Camoatí, a pesar de que el típico silbido sonaba más fuerte que de costumbre. Esperó a que todos se durmieran y se escapó para el monte. Pienso ahora que el Jasí lo llamaba con su silbido. Llegó la noche y Bruno no volvió.

  Recorrimos la zona con linternas y desesperación. Cada vez que podía, yo dejaba un montoncito de tabaco para que el Jaso se contentara mascándolo y nos devolviera a Bruno.

  Lo encontré yo al día siguiente, estaba todo enredado en ramas y tenía hojas en el pelo que parecían pegadas con saliva. Vi huellas que venían del Norte, así que para ese lado se había ido el desgraciado. Todos saben que el Jasí es un rubio bonito pero tiene los pies al revés. Bruno estaba como atontado y solo se acordaba del brillo de un bastón dorado. ¡Qué calor insoportable, las cosas que me hace decir! 

Leyenda popular, versión de Tatiana Lara Israeloff y Violeta Hadassi.

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